En este blog quiero dar a conocer los cuentos que le contaba a mi hijo cuando era pequeño. Ahora ya es mayor, pero los cuentos tanto le gustaban que me los pedía todas las noches y así me inventé hasta 4, y los escribí . Después de tantos años siguen conmigo, pero ahora pienso que es posible que a otros niños les hagan soñar...
jueves, 29 de noviembre de 2012
LA BICI.
Llevaba mucho tiempo intentándolo, pero no era capaz de conseguir mantenerse en pie sólo con dos ruedas encima de ella. Maldita bici. A veces le daban ganas de tirarla a la primera basura que se encontrara, pero claro, no podía hacerlo. Sus amigos dirían que era medio tonto, con ocho años y sin saber montar en bici, ¡en triciclo sí pero en bici no! Estaba cansado de oír esos reproches y esas burlas. Le perseguían. Le atormentaban.
“Yo de esta salgo pedaleando”, solía pensar, “aunque me rompa una pierna, o la cabeza. Mejor herido y sabiendo que entero y en triciclo. No puedo consentir queme sigan tomando el pelo de esa manera. ¡Ya está bien!” Manolín se pasaba los días recriminándose.
Estaba obcecado. No hacía caso de las advertencias de su madre, ni de su padre, ni de su tío ni de nadie. Quería aprender solo. Tanto fue así que ya nadie quiso ayudarlo. ¡Si te caes luego no me llores! Le decían. Y claro, ya no podía volver a casa sin saber. ¡Tampoco a casa! En menudo berenjenal se había metido. Estaba en el parque y eran las doce del medio día, aun tenía un rato antes de ir a comer para aprender.
- A ver, si meto este pie por aquí en el pedal, empujo y me subo al asiento se supone que... ¡Ay! Al suelo. ¿¡Pero porqué no sale bien!?
- ¡Ay!- Al suelo también.
Pero esta vez no era Manolín. Levantó la mirada para ver quien se había quejado tan alto y tan parecido a él. Una niña de unos ocho o nueve años se había caído de la bici. Por lo visto tampoco sabía muy bien lo que tenía que hacer y perdía el equilibrio. Manolín la observó un rato y decidió acercarse a ella, a ver que estaban en igualdad de torpeza, no se reiría de él como sus amigos.
- Hola.
- ¡Qué!
- Hola digo.
- ¡Y qué! ¿No ves que estoy ocupada?
- Sí, bueno. Yo también estoy aprendiendo a montar.
- ¿Ah sí? ¿Y te peleas mucho con la bici?
- Constantemente, no consigo que se pare quieta. Parece que tiene vida propia y no quiere que yo aprenda a montarla. Ni que fuera un caballo.
- ¿Caballo? Ja ja ja ja. Pues yo también lo había pensado. Casi me dan ganas de tirarla.
- ¡Oye!- Manolín mirando alrededor de la niña le preguntó.- ¿Y no tienes a nadie que te ayude?
- ¡NO!
- ¿Por qué?
- ¡Porque no! Porque no quiero que nadie me diga que... que... En realidad es que presumí de que sabía y tan tonta me puse que ahora me han dejado sola. Pero no pienso volver sin saber montar. De aquí no me voy sin conseguirlo. ¿Y a ti quien te ayuda?
- Nadie tampoco. Me temo que hice lo mismo que tu. Ahora no puedo pedir ayuda. Pensé que era más fácil y me puse tonto. Y...- Manolín levantándose de hombros dejó caer la cabeza apesadumbrado.
- ¡Oye¡ ¿Cómo te llamas?
- Manolín ¿y tu?
- Paula. No te preocupes Manolín, aprenderemos los dos y les dejaremos boquiabiertos. Lo que o no sé es cómo es eso de poner el pie en el pedal, darle fuerte y subirse al sillín. ¿Tu sabes?
- ¡Uy! Justo lo que no tengo ni idea. Pero se me ocurre algo, si te atreves, claro.
- ¡Oye, pero qué te crees que soy yo! ¿Una cobardica? ¡Pues no señor! Y si quieres te puedes venir por donde has venido.
- Vale, vale. Mira el plan es este...
De mano parecía un buen plan. Pero luego se complicó un poquito. La cosa era: coger las bicis, ponerlas en lo alto de la rampa del parque, y mientras uno la sujetaba la otra se subía encima y luego se soltaba y rampa abajo, era cuestión nada mas de dar pedales. Con esa velocidad no tenía porqué tumbarse la bici. Pero hubo algo que no sabían: el manillar hay que controlarlo, a mayor velocidad, más se mueve, y cuando se mueve, la bici da tumbos y cuando da tumbos... Alguien acaba en el suelo. ¡En este caso la que acabó tumbada fue Paula!
Manolín corrió a ver qué le había pasado, el golpe fue tremendo. Cuando llegó, Paula ya se estaba levantando.
- ¡Paula! ¿Estás bien?
- ¡IDIOTA!
Se quedó atontado. No sabía qué decir. Paula se levantó, se sacudió el pantalón, cogió su bici y se dispuso a irse sin volver a decir nada a Manolín. Ni siquiera insultarle de nuevo.
- ¡Paula, oye!- corrió hacia ella -¿Oye, estás bien? Dime. Por lo menos déjame que te pida perdón.
- ¡NO! ¡Lo hiciste adrede!
- ¡¡Que no!! ¿Qué sabía yo? Pero si sé menos que tú. Has bajado la cuesta, yo no sé si me hubiese atrevido. Habría estado muerto de miedo. Pero tú lo has hecho de pasada. ¿Te has roto algo?
- No. Estoy bien. Sólo me duele un poco el brazo, nada más. Pero no tengo sangre ni nada. Qué te parece si damos una vuelta con las bicis, sin montarnos en ellas. Las llevaremos de la mano.
- Bien. Vale.
Comenzaron a pasear por el parque, por los caminos y senderos que lo rodean. Los dos juntos y las bicis al lado de cada uno. Hablaron de todo, de los colegios, de los padres, de la ropa que les gusta, de muñecas, de fútbol, de dibujos animados... Dieron un par de vueltas al parque, pero cuando se quisieron dar cuenta se habían salido de los senderos habituales. Decidieron seguir adelante a ver si encontraban algo familiar, un árbol, un camino. Algo. Pero no. Lo único que encontraron fue la entrada de la Gruta del Parque. Había muchas leyendas sobre ella. Pero nunca les habían dejado buscarla. Manolín ya creía que no existía. Pero se equivocó. Ahí estaba la Gruta.
- ¿Tu sabes algo de la gruta, Paula?
- No mucho. ¿Tu?
- Tampoco. Sólo que... Bueno... Parece ser que dentro vive un Ogro que hace cien siglos que no sale.
- Ya, eso ya lo sabía. ¿Y tu te lo crees?
- No. ¿No? Quiero decir ¿no es verdad? ¿Verdad? Osea...
- ¡Manolín! Que me mareas. ¿Sí o no?
- Podemos hacer una cosa- tragó saliva y dijo- Podemos comprobarlo.
Paula miró a Manolín, y antes incluso de contestar ya estaba entrando en la Gruta. Dejó la bici junto a la de ella y la siguió.
Iba pegado a ella, y aun así le costaba de seguir su paso, le gruta era espaciosa y con luz. Al menos en algunas zonas. Pero en otras era oscura y daba miedo. Tenía unos recovecos en los que no se sabía muy bien si era pared o era la entrada a otra gruta. Daba miedo asomarse, pero Paula seguía como si nada de eso importase.
Ya habían perdido la entrada de vista y la luz era cada vez más tenue. Manolín tenía que tener cuidado de dónde posaba el pie ya que a la mínima se resbalaba, estaba húmedo, y lleno de musgo y otras cosas que no sabía que eran. Pero resbalaban. Seguro. Su corazón latía a mil. Pero como veía a Paula tan tranquila no se atrevía a decir nada. No quería que pensase que era un miedica.
Tras saltar una roca gigante que estaba atravesada en el camino de la gruta, llegaron a un rellano, con rocas sueltas a los lados, un claro de luz entraba por el techo desde algún sitio que no se podía percibir a simple vista, pero que daba una visibilidad perfecta al lugar. A los lados de la cueva podía verse estalactitas y estalagmitas tan viejas o más que el abuelo de Manolín, que su bisabuelo diría yo. Paula seguía descendiendo sin esperarle. Y él detrás con el corazón en la mano. Le daba miedo estar tan lejos de la entrada. ¿Y si les pasaba algo? Nadie se enteraría. Nadie les oiría gritar. Se quedarían allí para siempre. Se morirían allí y nunca les encontrarían.
- ¿Por qué tienes esa cara de susto? Quieres hacer el favor de bajar de una vez. Estás pálido. ¿Estás bien?
- Sí, sí. Es que estaba pensando que... Bueno es igual. Continuemos.
- ¿No me digas que tienes miedo?
- Nooooooo. Que va. ¿Miedo yo? ¿Yooo? En absoluuutooo. Que diceeees...
- Anda camina. Que ya estamos llegando.
- ¿Llegando? ¿Adónde?
Pero no contestó. Continuó caminando por el rellano de la gruta. Rodeó una roca que estaba colocada en el fondo y a la vuelta... ¡Qué curioso!
- ¡Paula! ¿Has visto esto?
- Sí, claro.
- ¡Pero cómo claro! Son los restos de una hoguera.
- Ya.
- ¿Ya...?- No daba crédito a la tranquilidad de Paula. Pero no pareció importarle ya que continuó su camino, pero le puso a Manolín una mano en señal de Stop.
- Espérame aquí.- Desapareció tras la otra roca.
Manolín se quedó solo. En esa gruta. Con el Ogro, con la tenue luz, con la humedad, con los sonidos, mejor dicho con los silencios, no había ni un ruido. Sólo su respiración y su corazón, que se salía de su pecho. Notó el frío en la espalda y se dio la vuelta rápidamente con un susto tremendo. Oyó otro ruido y volvió a girarse. Gritó despavorido al ver a Paula detrás de él. No la había visto volver. Pero más miedo le dio lo que vio detrás de ella.
- Pa... Pa... Pa... Paula... Detrás de ti...
- ¿Que?
- Date la vu... vuelta.- Manolín se agarraba atemorizado a la roca que estaba detrás de él sin poder moverse ni un pelo.- Hay.. hay alguien...
Paula se dio la vuelta despacio. Miró y volvió a girarse.
- Y que- Repitió.
Los ojos de Manolín se abrieron como platos. Nunca había conocido a alguien tan valiente. Estaba asombrado más que asustado. No, más asustado que asombrado. Bueno es igual, estaba muy asustado y muy asombrado.
- Cuidado que tus ojos se van a salir del sitio. Cierra la boca chico. Te presento a mi padre.
Entonces sí que casi se cayó al suelo. ¡Su padre! ¡SU PADRE!
- ¿Tu PADRE? ¿y qué hace aquí? Es que ¿vivís aquí?
- Sí, así es.
- ¡Ah! Y ¿por qué?
- Pues porque no tenemos dinero para pagar un piso. Además nadie quiere alquilar a mi padre, porque no tiene trabajo.
- ¿Y cómo compráis comida?
- Pues de lo que gana mi padre de vender pañuelos en la calle. Y bolis en los semáforos, a veces voy con él.
En ese momento sonó la voz fuerte de su padre.
- Niños, callad y marchad a jugar fuera ¡Venga!
Asustados, salieron sin rechistar. Una vez fuera, Manolín no se atrevió a decir nada. Esperaba que Paula le contara algo más, pero no fue así. Lo que hizo fue despedirse y se marchó, dejando a Manolín plantado en la entrada de la gruta.
Cogió la bici y se marchó a casa. Al día siguiente regresó al parque a ver si encontraba a Paula. Pero no hubo suerte. Se acercó a la gruta, y entró. Pero no había nadie. Continuó buscándola en el parque durante días, hasta que por fin, apareció.
- ¡Eh! ¡Paula!- Corrió hacia ella, para saludarla. Pero en su camino se interpuso su padre y le dijo:
- No quiero que vuelvas a ver a Paula. ¿Me oyes?
- Sí, sí. Vale.- Y se fue mirando de reojo a Paula, que ni siquiera pudo saludarla.
Pero ella se giró y le guiñó un ojo.
No entendía por qué no podía jugar con ella. Porqué el padre no quería que hablaran.
Decidió que lo mejor que podía hacer, era ir al parque y ver a Paula desde lejos, sin hablar con ella. Por si las moscas.
Continuó haciéndolo durante mucho tiempo. Y un día lo entendió.
Simplemente era que el padre de Paula tenía malas pulgas. Era un gruñón. Se pasaba el día en el parque gruñendo a todos los niños y a sus padres. Y a los gruñones ni caso. Así que encontró la manera de ver a Paula sin que les vieran. Se encontraban el bosque, cerca de la rampa donde ella se dio el golpe con la bici. Daban largos paseos se contaban todas las cosas que les pasaban. Paula fue por siempre su mejor amiga.
...
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