Cuentos para ser contados
En este blog quiero dar a conocer los cuentos que le contaba a mi hijo cuando era pequeño. Ahora ya es mayor, pero los cuentos tanto le gustaban que me los pedía todas las noches y así me inventé hasta 4, y los escribí . Después de tantos años siguen conmigo, pero ahora pienso que es posible que a otros niños les hagan soñar...
jueves, 29 de noviembre de 2012
LA BICI.
Llevaba mucho tiempo intentándolo, pero no era capaz de conseguir mantenerse en pie sólo con dos ruedas encima de ella. Maldita bici. A veces le daban ganas de tirarla a la primera basura que se encontrara, pero claro, no podía hacerlo. Sus amigos dirían que era medio tonto, con ocho años y sin saber montar en bici, ¡en triciclo sí pero en bici no! Estaba cansado de oír esos reproches y esas burlas. Le perseguían. Le atormentaban.
“Yo de esta salgo pedaleando”, solía pensar, “aunque me rompa una pierna, o la cabeza. Mejor herido y sabiendo que entero y en triciclo. No puedo consentir queme sigan tomando el pelo de esa manera. ¡Ya está bien!” Manolín se pasaba los días recriminándose.
Estaba obcecado. No hacía caso de las advertencias de su madre, ni de su padre, ni de su tío ni de nadie. Quería aprender solo. Tanto fue así que ya nadie quiso ayudarlo. ¡Si te caes luego no me llores! Le decían. Y claro, ya no podía volver a casa sin saber. ¡Tampoco a casa! En menudo berenjenal se había metido. Estaba en el parque y eran las doce del medio día, aun tenía un rato antes de ir a comer para aprender.
- A ver, si meto este pie por aquí en el pedal, empujo y me subo al asiento se supone que... ¡Ay! Al suelo. ¿¡Pero porqué no sale bien!?
- ¡Ay!- Al suelo también.
Pero esta vez no era Manolín. Levantó la mirada para ver quien se había quejado tan alto y tan parecido a él. Una niña de unos ocho o nueve años se había caído de la bici. Por lo visto tampoco sabía muy bien lo que tenía que hacer y perdía el equilibrio. Manolín la observó un rato y decidió acercarse a ella, a ver que estaban en igualdad de torpeza, no se reiría de él como sus amigos.
- Hola.
- ¡Qué!
- Hola digo.
- ¡Y qué! ¿No ves que estoy ocupada?
- Sí, bueno. Yo también estoy aprendiendo a montar.
- ¿Ah sí? ¿Y te peleas mucho con la bici?
- Constantemente, no consigo que se pare quieta. Parece que tiene vida propia y no quiere que yo aprenda a montarla. Ni que fuera un caballo.
- ¿Caballo? Ja ja ja ja. Pues yo también lo había pensado. Casi me dan ganas de tirarla.
- ¡Oye!- Manolín mirando alrededor de la niña le preguntó.- ¿Y no tienes a nadie que te ayude?
- ¡NO!
- ¿Por qué?
- ¡Porque no! Porque no quiero que nadie me diga que... que... En realidad es que presumí de que sabía y tan tonta me puse que ahora me han dejado sola. Pero no pienso volver sin saber montar. De aquí no me voy sin conseguirlo. ¿Y a ti quien te ayuda?
- Nadie tampoco. Me temo que hice lo mismo que tu. Ahora no puedo pedir ayuda. Pensé que era más fácil y me puse tonto. Y...- Manolín levantándose de hombros dejó caer la cabeza apesadumbrado.
- ¡Oye¡ ¿Cómo te llamas?
- Manolín ¿y tu?
- Paula. No te preocupes Manolín, aprenderemos los dos y les dejaremos boquiabiertos. Lo que o no sé es cómo es eso de poner el pie en el pedal, darle fuerte y subirse al sillín. ¿Tu sabes?
- ¡Uy! Justo lo que no tengo ni idea. Pero se me ocurre algo, si te atreves, claro.
- ¡Oye, pero qué te crees que soy yo! ¿Una cobardica? ¡Pues no señor! Y si quieres te puedes venir por donde has venido.
- Vale, vale. Mira el plan es este...
De mano parecía un buen plan. Pero luego se complicó un poquito. La cosa era: coger las bicis, ponerlas en lo alto de la rampa del parque, y mientras uno la sujetaba la otra se subía encima y luego se soltaba y rampa abajo, era cuestión nada mas de dar pedales. Con esa velocidad no tenía porqué tumbarse la bici. Pero hubo algo que no sabían: el manillar hay que controlarlo, a mayor velocidad, más se mueve, y cuando se mueve, la bici da tumbos y cuando da tumbos... Alguien acaba en el suelo. ¡En este caso la que acabó tumbada fue Paula!
Manolín corrió a ver qué le había pasado, el golpe fue tremendo. Cuando llegó, Paula ya se estaba levantando.
- ¡Paula! ¿Estás bien?
- ¡IDIOTA!
Se quedó atontado. No sabía qué decir. Paula se levantó, se sacudió el pantalón, cogió su bici y se dispuso a irse sin volver a decir nada a Manolín. Ni siquiera insultarle de nuevo.
- ¡Paula, oye!- corrió hacia ella -¿Oye, estás bien? Dime. Por lo menos déjame que te pida perdón.
- ¡NO! ¡Lo hiciste adrede!
- ¡¡Que no!! ¿Qué sabía yo? Pero si sé menos que tú. Has bajado la cuesta, yo no sé si me hubiese atrevido. Habría estado muerto de miedo. Pero tú lo has hecho de pasada. ¿Te has roto algo?
- No. Estoy bien. Sólo me duele un poco el brazo, nada más. Pero no tengo sangre ni nada. Qué te parece si damos una vuelta con las bicis, sin montarnos en ellas. Las llevaremos de la mano.
- Bien. Vale.
Comenzaron a pasear por el parque, por los caminos y senderos que lo rodean. Los dos juntos y las bicis al lado de cada uno. Hablaron de todo, de los colegios, de los padres, de la ropa que les gusta, de muñecas, de fútbol, de dibujos animados... Dieron un par de vueltas al parque, pero cuando se quisieron dar cuenta se habían salido de los senderos habituales. Decidieron seguir adelante a ver si encontraban algo familiar, un árbol, un camino. Algo. Pero no. Lo único que encontraron fue la entrada de la Gruta del Parque. Había muchas leyendas sobre ella. Pero nunca les habían dejado buscarla. Manolín ya creía que no existía. Pero se equivocó. Ahí estaba la Gruta.
- ¿Tu sabes algo de la gruta, Paula?
- No mucho. ¿Tu?
- Tampoco. Sólo que... Bueno... Parece ser que dentro vive un Ogro que hace cien siglos que no sale.
- Ya, eso ya lo sabía. ¿Y tu te lo crees?
- No. ¿No? Quiero decir ¿no es verdad? ¿Verdad? Osea...
- ¡Manolín! Que me mareas. ¿Sí o no?
- Podemos hacer una cosa- tragó saliva y dijo- Podemos comprobarlo.
Paula miró a Manolín, y antes incluso de contestar ya estaba entrando en la Gruta. Dejó la bici junto a la de ella y la siguió.
Iba pegado a ella, y aun así le costaba de seguir su paso, le gruta era espaciosa y con luz. Al menos en algunas zonas. Pero en otras era oscura y daba miedo. Tenía unos recovecos en los que no se sabía muy bien si era pared o era la entrada a otra gruta. Daba miedo asomarse, pero Paula seguía como si nada de eso importase.
Ya habían perdido la entrada de vista y la luz era cada vez más tenue. Manolín tenía que tener cuidado de dónde posaba el pie ya que a la mínima se resbalaba, estaba húmedo, y lleno de musgo y otras cosas que no sabía que eran. Pero resbalaban. Seguro. Su corazón latía a mil. Pero como veía a Paula tan tranquila no se atrevía a decir nada. No quería que pensase que era un miedica.
Tras saltar una roca gigante que estaba atravesada en el camino de la gruta, llegaron a un rellano, con rocas sueltas a los lados, un claro de luz entraba por el techo desde algún sitio que no se podía percibir a simple vista, pero que daba una visibilidad perfecta al lugar. A los lados de la cueva podía verse estalactitas y estalagmitas tan viejas o más que el abuelo de Manolín, que su bisabuelo diría yo. Paula seguía descendiendo sin esperarle. Y él detrás con el corazón en la mano. Le daba miedo estar tan lejos de la entrada. ¿Y si les pasaba algo? Nadie se enteraría. Nadie les oiría gritar. Se quedarían allí para siempre. Se morirían allí y nunca les encontrarían.
- ¿Por qué tienes esa cara de susto? Quieres hacer el favor de bajar de una vez. Estás pálido. ¿Estás bien?
- Sí, sí. Es que estaba pensando que... Bueno es igual. Continuemos.
- ¿No me digas que tienes miedo?
- Nooooooo. Que va. ¿Miedo yo? ¿Yooo? En absoluuutooo. Que diceeees...
- Anda camina. Que ya estamos llegando.
- ¿Llegando? ¿Adónde?
Pero no contestó. Continuó caminando por el rellano de la gruta. Rodeó una roca que estaba colocada en el fondo y a la vuelta... ¡Qué curioso!
- ¡Paula! ¿Has visto esto?
- Sí, claro.
- ¡Pero cómo claro! Son los restos de una hoguera.
- Ya.
- ¿Ya...?- No daba crédito a la tranquilidad de Paula. Pero no pareció importarle ya que continuó su camino, pero le puso a Manolín una mano en señal de Stop.
- Espérame aquí.- Desapareció tras la otra roca.
Manolín se quedó solo. En esa gruta. Con el Ogro, con la tenue luz, con la humedad, con los sonidos, mejor dicho con los silencios, no había ni un ruido. Sólo su respiración y su corazón, que se salía de su pecho. Notó el frío en la espalda y se dio la vuelta rápidamente con un susto tremendo. Oyó otro ruido y volvió a girarse. Gritó despavorido al ver a Paula detrás de él. No la había visto volver. Pero más miedo le dio lo que vio detrás de ella.
- Pa... Pa... Pa... Paula... Detrás de ti...
- ¿Que?
- Date la vu... vuelta.- Manolín se agarraba atemorizado a la roca que estaba detrás de él sin poder moverse ni un pelo.- Hay.. hay alguien...
Paula se dio la vuelta despacio. Miró y volvió a girarse.
- Y que- Repitió.
Los ojos de Manolín se abrieron como platos. Nunca había conocido a alguien tan valiente. Estaba asombrado más que asustado. No, más asustado que asombrado. Bueno es igual, estaba muy asustado y muy asombrado.
- Cuidado que tus ojos se van a salir del sitio. Cierra la boca chico. Te presento a mi padre.
Entonces sí que casi se cayó al suelo. ¡Su padre! ¡SU PADRE!
- ¿Tu PADRE? ¿y qué hace aquí? Es que ¿vivís aquí?
- Sí, así es.
- ¡Ah! Y ¿por qué?
- Pues porque no tenemos dinero para pagar un piso. Además nadie quiere alquilar a mi padre, porque no tiene trabajo.
- ¿Y cómo compráis comida?
- Pues de lo que gana mi padre de vender pañuelos en la calle. Y bolis en los semáforos, a veces voy con él.
En ese momento sonó la voz fuerte de su padre.
- Niños, callad y marchad a jugar fuera ¡Venga!
Asustados, salieron sin rechistar. Una vez fuera, Manolín no se atrevió a decir nada. Esperaba que Paula le contara algo más, pero no fue así. Lo que hizo fue despedirse y se marchó, dejando a Manolín plantado en la entrada de la gruta.
Cogió la bici y se marchó a casa. Al día siguiente regresó al parque a ver si encontraba a Paula. Pero no hubo suerte. Se acercó a la gruta, y entró. Pero no había nadie. Continuó buscándola en el parque durante días, hasta que por fin, apareció.
- ¡Eh! ¡Paula!- Corrió hacia ella, para saludarla. Pero en su camino se interpuso su padre y le dijo:
- No quiero que vuelvas a ver a Paula. ¿Me oyes?
- Sí, sí. Vale.- Y se fue mirando de reojo a Paula, que ni siquiera pudo saludarla.
Pero ella se giró y le guiñó un ojo.
No entendía por qué no podía jugar con ella. Porqué el padre no quería que hablaran.
Decidió que lo mejor que podía hacer, era ir al parque y ver a Paula desde lejos, sin hablar con ella. Por si las moscas.
Continuó haciéndolo durante mucho tiempo. Y un día lo entendió.
Simplemente era que el padre de Paula tenía malas pulgas. Era un gruñón. Se pasaba el día en el parque gruñendo a todos los niños y a sus padres. Y a los gruñones ni caso. Así que encontró la manera de ver a Paula sin que les vieran. Se encontraban el bosque, cerca de la rampa donde ella se dio el golpe con la bici. Daban largos paseos se contaban todas las cosas que les pasaban. Paula fue por siempre su mejor amiga.
...
MANOLÍN Y SU CALORÍN
Manolín era un niño de 8 años, que cada noche al acostarse guarda el calorín de su cama.
Cada mañana, lo almacena debajo de la almohada, para que no se le escape y poder cogerlo por la noche al acostarse. ¡Que bien, así siempre tiene la cama calentita!
Lo hace todas las noches y todas las mañanas. Manolín tiene ya un montón de calorín.
Pero una noche, hace tiempo ya, al ir a meterse en la cama lo buscó. Pero no lo encontró. ¡HABÍA DESAPARECIDO! ¡AY, QUE PASÓ! Debajo de la almohada no estaba, debajo de la manta tampoco, tampoco estaba tirada por el suelo.
¿Dónde estará el calorín?
¿SE HABRÍA ESCAPADO?
Lo buscó y lo buscó toda la noche, pero no lo encontró. No podía haberse escapado, él lo guardaba bien. Lo buscó tanto rato que no se dio cuenta de que había amanecido y se quedó dormido en la cama sin meterse dentro.
Se propuso averiguar qué pasaba con el calorín después de que él se marchara de casa. ¡A ver si encontraba explicación a un hecho tan misterioso! Pero para eso tenía que quedarse en su habitación.
Como había pasado la noche sin taparse, resultó que tenía un poco de fiebre y su mamá no le dejó ir al colegio.
Era la oportunidad de saber lo que pasaba. Decidió ocultarse en el armario y mirar por una rendija. Se escondió y esperó, y esperó, y esperó, esperó... pero no pasaba nada, siguió esperando... hasta que se durmió.
Se despertó de repente, y al darse cuenta de que se había quedado dormido, saló tan rápido y fuerte que casi se cae. Fue a mirar la almohada, creyendo que el calorín aun estaba allí... pero no estaba.
¡MECACHIS! Ya había desaparecido, seguro que fue cuando se quedó dormido en el armario. Mañana tendría más cuidado.
Al día siguiente guardó el calorín con mucho cariño, como siempre. Se metió de nuevo en el armario y esperó. Esta vez no se durmió.
Pero como se estaba aburriendo de esperar, silbó canciones.
- Pi, pipi, piiiiiii, pi piiii, piiiii.- ¡Shhhhh! ¡Un ruido!
Se calló, miró y escuchó. Alguien había entrado en su habitación. Abrió un poco más la rendija del armario, un poco solo, para poder ver mejor. Con un ojo asomado vio una personita, pequeña, que vestía muy raro. Estaba ataviado con un traje que Manolín no conocía de nada. Llevaba una chaqueta verde, un pantalón y un cinturón marrones, un gorro rojo de punta y unas botas marrones también de punta. Sus manos eran largas y finas, y su cara todo lo contrario, era redonda y achatada. Su nariz parecía un tomate.
Manolín estaba tan sorprendido que aunque quisiera no podía decir ni palabra. La personita se acercó a la cama, con una mano levantó la manta y con la otra la almohada. Atrapó el calorín con sus manos largas y finas y rápidamente se lo puso debajo del gorro.
Manolín alucinaba, pero no sabía bien si era por haber descubierto que el calorín le desaparecía porque alguien se lo quitaba, y por ver quién era quien lo hacía o si era por haber visto también las orejas del extraño ser, que eran, como no, puntiagudas.
La personita, con el calorín debajo del gorro, salió corriendo de la habitación. Al ver que se le escapaba, Manolín de un salto, salió del armario tropezando con todo, aunque sin caerse, pero casi. Echó a correr detrás de él, pero con el topetazo que se había dado perdió tiempo, y aquél ser tan singular y menudo se escapó. Era tan rápido como insólito.
Manolín volvió a su habitación y miró la cama vacía. Se giró y miró el armario; desordenado.
- Mamá me reñirá si tengo tan desarreglado el cuarto.- Sin pensarlo más se puso a recogerlo todo, se tomó su tiempo para hacerlo bien.
La mamá lo llamó para poner la mesa, era la hora de comer, y era su trabajo, todos los días ponía y quitaba la mesa, ya que su madre hacía la comida. ¡No lo iba a hacer ella todo! Puso el mantel, los platos, los vasos, los cubiertos, el pan... Pero no podía dejar de pensar en lo que había pasado. Esperó en la mesa sentado, con las servilletas en la mano, a que su mamá trajera la cazuela con la comida.
- ¿En qué piensas, Manolín?- le preguntó.- Has estado muy callado, ¿te ocurre algo?-
- No, es que, mamá, he visto una personita en mi habitación, muy extraña.
- ¿En serio? ¿Y cómo era?-
- Pues era pequeña, tenía una chaqueta verde, un pantalón, un cinturón y unas botas marrones, las botas eran puntiagudas, un gorro rojo y de pico, que le tapaban unas orejas de pico también, y las manos eran largas y finas, y su nariz...
- ¡De pico también!- dijo rápido la mamá.
- Nooooooo. Redonda y roja.- Aclaró Manolín.
- ¿Y era rápido y muy pillo?
- Siii, ¿cómo lo sabes, mamá?
- Lo que has visto, hijo, es un trasgu.
- ¿Un queeeeeee?
- Un trasgu. Y has tenido mucha suerte, porque son muy difíciles de ver. Y además siempre están haciendo alguna trastada. Si vuelves a verlo no se te ocurra tontear con él, seguro que te engañará, te liará y solo para jugar contigo.
¡No se lo podía creer! ¡Un TRASGU! Manolín estaba entusiasmado- ¡He visto un trasgu!- No dejaba de repetírselo.
Por la noche, cansado de tantas emociones, se metió en la cama y se durmió enseguida, casi sin darse cuenta.
Se levantó temprano, tenía ganas de atrapar al trasgu. Era sábado y mamá dormía. No tenía que ir al colegio pero confiaba en que aquél personaje no lo supiera y viniera a por el calorín como había hecho otros días. Metió el calorín debajo de la almohada y se escondió en el armario. Esperó.
Pero no pasó nada. En toda la mañana el trasgu no apareció. Ni por la tarde. Ni al día siguiente que era domingo.
El lunes como seguía malito, se quedó en casa también, y se cobijó en el armario de nuevo.
Casi se estaba quedando dormido, cuando vio pasar un gorro rojo y puntiagudo cerca del armario. ¡Es el trasgu! Sí que lo era, esperó a que cogiera el calorín, para pillarlo al salir de casa, y no pudiera negar nada. Pero antes de que se diera cuenta ya estaba corriendo por el pasillo.
-¡Que rápido es!- Manolín salió corriendo detrás, llegó a tiempo para ver por donde se iba, rapidísimo giró una esquina, y Manolín detrás. Luego otra, y Manolín detrás. Cruzó una calle, giró otra esquina, y Manolín detrás. No lo perdió de vista ni un momento, aunque trabajo le costó. Al llegar al parque, el trasgu se detuvo en un gran árbol. Lo rodeó y se metió por una rendija, pequeña pero suficiente para él. Manolín no podía entrar, pero sí mirar por un agujero. Asomó un ojo, era la casa del trasgu. Una cama, una mesa, un armario y un baúl.
¿Qué guardaría en ese baúl? El trasgu se acercó a él. Lo abrió, pero Manolín no podía ver nada, el trasgu tapaba lo poco que llegaba a ver. Cogió su sombrero, lo vació en el baúl y se lo puso de nuevo.
Manolín ya sabía lo que guardaba en el baúl. ¡SU CALORÍN!
¡Este trasgu! Voy a tener que hablar con él muy seriamente cuando salga del árbol. Se sentó en una piedra que estaba cerca del árbol, para esperar. Pero...
- ¡Grrrrr! ¡Glub! ¡Grrrr!
¡Madre mía! Manolín tenía un hambre... No se había dado cuenta pero era la hora de comer. Y como había seguido al trasgu, no sabía volver a su casa. Tan nervioso se puso que empezó a llorar.
- Buaaaaaaa. Buaaaa
- ¿Qué te pasa?- era una voz chirriona y molesta - ¿Qué te pasa? – Volvió a repetir.
Entonces Manolín se limpió las lágrimas y miró a quien le hablaba. ¡No se lo podía creer! ¡ERA EL TRASGU! Se pegó tal susto que se cayó de espaldas al suelo.
- ¡Pero tu...! ¡Pero tu...! ¡Pero tu...!
- Pero yo qué.
- Pero tu eres un trasgu.
- Si, ¿y?
- Pero tu... Se supone que... Tu no...
- ¡Quieres aclararte! No tengo todo el día. ¿Porqué lloras?
- Si, si. Claro, verás es que me he perdido y no sé volver a mi casa. Es la hora de comer y seguro que mi madre me está buscando preocupada. Y tengo un hambre...
- Pues yo no puedo ayudarte. No sé donde vives.- Dijo el trasgu dando media vuelta como para irse.
- Si, si que lo sabes.
- Que no, que no. – Giró la cabeza mirando a Manolín incrédulo.
- Que sí, que te digo que sí.
- ¡Y yo te digo que no!
- Que si que sabes ir a mi casa.
- ¡Pero como voy a saber si es la primera vez que te veo! ¡No te conocía hasta ahora!
- Que no. Que de veras sabes ir. Soy el niño al que le quitas el calorín todas las mañanas.
El trasgu frunció el ceño mirando al niño llorón y después se quedó atónito. ¡Era cierto! Se dio media vuelta, como enfadado, y con los brazos cruzados. Y luego rascándose la barbilla con el pulgar derecho, martilleando el suelo con su bota puntiaguda. Era una imagen algo singular, y Manolín, con los nervios, se puso a reír.
- Jaaaa, ja, ja, jaaa jajaaja. Jeee je jeeje. Ji ji jiji.
- ¡Qué tiene tanta gracia! –El trasgu estaba seriamente enfadado. Tanto que a Manolín se le atragantó la risa y comenzó a toser. El travieso trasgu entonces, comenzó a reír al ver a Manolín colorado como un tomate, sin poder respirar.
- Jiau| Jiau, joi, jui, jia, jia, jiu, jai, jai jaia jaaji jujujoojeeejeje.
- ¡Ya te vale! Eres malo. Muy malo. Ves que me estoy atragantando y en vez de ayudarme lo único que se te ocurre es reírte. Ojalá te atragantes tú también, así me reiré yo a gusto.
- El trasgu seguía riéndose - Jia, joi, jaaji jia, jia, jujujoojeeejeje.
Y se atragantó. No sabían si toser o reír, los dos tenían ganas de hacer las dos cosas, no podían parar de reírse y eso les llevaba a toser y entonces les daba más la risa, y tosían con más ganas.
Acabaron tirados por el suelo, exhaustos de tanto toser y reír.
- Bueno, que, me llevas a mi casa o no. Tengo hambre, ¿y tu? Si quieres puedes quedarte a comer. Seguro que a mi madre no le importa. Estará encantada de tener un trasgu en casa, ella os conoce ¿sabes? Ha oído hablar de vosotros y...
- No, no puedo ir. Tu me has visto, pero nadie más debe verme. Ni se lo puedes contar a nadie.
- ¿El qué? ¿Qué te he visto?
- Sí, eso.
- Pero ¿porqué? YO quiero contárselo a mis amigos, a mi madre.
- ¡Pues NO! Júramelo o me voy ahora mismo y no podrás ir a tu casa.
- Pero...
- ¡¡¡ JÚRAMELO!!!
- ¡Está bien, lo juro! Pero ¿me llevarás a mi casa?
- Si, vamos.
Se pusieron de pie de un brinco. Y comenzaron a caminar a través del parque. Pasaron por un camino de tierra, un banco verde, una roca grande, el campo de fútbol, un árbol grande.
- ¡Un momento!- Manolín estaba intrigado. ¿Éste no es tu árbol?
- Bueno, se parece mucho, si, se parece.
- NO, yo creo que es tu árbol.
- Bueno, no lo sé, sólo se parece, vamos sigamos caminando.
Pero Manolín en vez de caminar detrás del trasgu, fue al árbol que se parecía al otro. Miró por una rendija, y vio que efectivamente era el hogar del trasgu. Pero bueno, ¡le había engañado! Habían estado dando vueltas sin ir a ningún lado. Estaba furioso. Se dio media vuelta para mirarle fijamente a los ojos, pero había desaparecido, no estaba. Lo buscó detrás del banco, tras la roca grande, pero nada. Le llamó a gritos, le dijo que no le haría nada, pero no salió de su escondite. Manolín se dio cuenta de que estaba otra vez solo y sin saber ir a casa. Y lloró de nuevo.
Cuando más desconsolado estaba, notó como un alfiler se le clavaba en la espalda una y otra vez. Se dio la vuelta y vio que era el trasgu que con un dedo le repiqueteaba en el hombro llamándole.
- Oye. Tu. Oye No te enfades, sólo era una broma. Oye ¿note pareció graciosa? Oye. Tu. Hazme caso. Pero bueno, qué niño tan llorón.
- Déjame, no quiero hablar contigo. Me engañaste. Ya no quiero ser amigo tuyo. Quiero que me devuelvas mi calorín y que me lleves a casa y que no vuelvas y que...
- Bueno, bueno. Cuantas cosas. Sólo lo haré si sabes la respuesta de una adivinanza que te voy a decir.
- ¿Cuál?
- Del agua se hace y en el agua se deshace ¿Qué es?
- Uhmmmmmm... No sé, espera, déjame pensar...
- No tienes tanto tiempo. Vamos responde. Ya.
- ¡¡El hielo!! Es el hielo, sí lo es.
La cara de enfado del trasgu hizo que Manolín entendiera que había acertado. Se puso contentísimo. Ahora él tendría que cumplir su promesa. Aunque no se fiaba demasiado del trasgu ya que antes le había engañado, podía volver a hacerlo.
- Oye, que los trasgus, por lo menos yo, tenemos palabra, ¡eh! Cumplo con lo que prometo. Te llevaré a tu casa. Venga, sígueme.- Estaba ofendido por la falta de confianza. Enfadado. Casi le salía humo de sus orejas puntiagudas.
Se fueron, el trasgu refunfuñando y Manolín atento de no pasar dos veces por el mismo sitio. Pero esta vez le llevó a su casa, como había prometido. El trasgu se quedó en la esquina para que nadie le viera, y esperó a que entrara.
Al llegar a casa la madre estaba esperándolo preocupada. Manolín no pudo mantener su promesa de no contar a nadie lo que había pasado y se lo contó a su mamá. Ella no le creyó. En el fondo su mamá no creía en los trasgus, es decir que no creía que existieran. Como no había visto nunca a ninguno, pensaba que era cosa de la imaginación de la gente. Pero Manolín insistió en su historia, hasta que su madre se enfadó tanto que le castigó sin poder salir por las tardes después del colegio.
Pobre Manolín. Él tenía pensado ir al parque después del colegio por la tarde, para ver a su amigo y hablar con él, y presentárselo a su madre. ¿Que haría ahora? No podía verlo en unos días. Triste se fue a su habitación después de comer, se encerró y se puso a hacer los deberes que le habían encargado en el colegio para cuando estuviera malo. Al día siguiente, que era martes, tenía que ir a clase y presentar a la profesora los ejercicios, y no los tenía hechos. La tarde transcurrió tranquila y después de cenar, se metió en la cama y se durmió. Soñó con el trasgu. Despertó de repente al darse cuenta de algo muy importante: no conocía su nombre, estaba seguro de que no se llamaba “trasgu”, algún nombre tendría que tener. De alguna manera le llamarían sus amigos, su familia. Tendría que acordarse de preguntárselo. Volvió a dormirse sin darse ni cuenta. Estaba agotado.
Transcurrió una semana completa desde aquel día en que Manolín y el trasgu se conocieron y casi se atraganten riéndose y tosiendo. Manolín pensaba en él constantemente, no pudo en toda la semana ir al parque para verle, y él no había venido a por el calorín que antes le venía a quitar. Manolín estaba preocupado.
No volvió a hablar con su madre del trasgu. Tenía miedo de que se castigara de nuevo. O peor aun, que le tomara por loco, o por mentiroso. Mejor no hablar hasta poderlo demostrar. Si, eso era lo mejor. Sí.
Todas las mañanas, antes de irse al colegio miraba por la ventana, para ver si lo veía escondido en una esquina, o en otra. Pero era en vano. No lo podía creer, había desaparecido. ¿O es que no se atrevía a venir? Puede que fuera eso.
A Manolín se le acumulaba el calorín en su cama. Casi echaba de menos los días en que le desaparecía, al menos entonces tomaba importancia el afán de guardarlo. Ahora le parecía una tontería. Pero no dejó de hacerlo, esperaba que un día, su amigo viniera a buscarlo.
Un mes después seguía sin saber nada del trasgu. Su rutina de mirar por la ventana todas las mañanas no había funcionado. Ni tampoco registrar las esquinas y portales de su manzana al ir al colegio.
Era sábado, y su mamá le mandó a por el pan a la tienda de al lado. Era tan fácil como bajar, comprar el pan y subir después de pagar y recoger el cambio. Pero al ir a entrar al portal, a Manolín le pareció ver algo en la esquina en dirección al parque. Le pareció ver un sombrero rojo, pequeño y de punta. Así que corrió a mirar, al llegar a la esquina le pareció ver que torcía de nuevo esta vez al otro lado, luego cruzó y torció de nuevo. No se dio ni cuenta de cómo había llegado, pero estaba en el parque donde lo encontró la primera vez. Ya no veía nada parecido a un gorro rojo de punta. Pero no le costó identificar el árbol del trasgu. Se acercó. Miró por la ranura que tenía el tronco. Y lo que vio le puso triste. El interior del árbol estaba vacío. No había nada, ni cama, ni baúl, ni armario, nada de nada. Lloró desconsoladamente sentado en el mismo tronco de la otra vez. Pero en esta ocasión nadie le fue a preguntar que le pasaba. Así que cuando se cansó de llorar, se calmó, se sonó los mocos y se levantó. Miró a su alrededor y se dio cuenta que no había casi nadie en el parque. ¿Porqué se habrían marchado todos? Un rugido gigante en el estómago le dio la respuesta. Era la hora de comer. ¿Y ahora cómo vuelvo a casa? Pensó asustado. Se volvió a sentar en el tronco y volvió a llorar.
El hambre no le dejó llorar demasiado, comenzó a comer algo de pan entre llanto y llanto, otro poco de pan y otra lágrima. Se terminó la barra entera. ¡Tenía hambre!
Se calmó un poco, porque pensó que llorando no resolvería el problema. Y así era. Se puso a pensar como haría para volver a casa. Preguntar a alguien no podía ser, ya que no había nadie en el parque. Intentar encontrar el camino a casa tampoco, ya que podía perderse tanto que ya nadie le encontraría jamás. Al menos sabía que al parque, tarde o temprano vendría alguien con niños a jugar, y entonces les preguntaría si conocen su calle, y que por favor le acompañaran a casa. ¡Sí, esa era la solución! Sólo tenía que esperar.
Era invierno y hacía frío, lo mejor sería encontrar un sitio donde poder refugiarse un poco del aire y esperar a que viniera la gente después de comer.
- A ver- Dijo Manolín voz alta para no sentirse tan sólo.- Tengo un tobogán, unos columpios, un parque de arena. Uhmmm. En ninguno de ellos puedo resguardarme.- Se dio media vuelta para ver qué había en el otro lado.- ¡Vaya! Un pequeño bosque. A lo mejor puedo esconderme en uno de los árboles más anchos.-
Tal cual lo pensó, tal cual lo hizo. Encontró un árbol estupendo donde meterse, y allí se acurrucó. Y esperó. Esperó a que viniera gente. Pero con lo que no contaba Manolín es que tanto había llorado, que estaba agotado y se durmió.
Manolín estaba en su cama, con su mamá al lado contándole un cuento después de cenar, acurrucado con su edredón favorito, es del osito Winnie de Pooth. Pero pasaba algo muy curioso, aunque veía a su madre mover la boca leyendo, no podía oírla. Un escalofrío recorrió su espalda de arriba abajo, y comenzó a tiritar. Despertó congeladito y vio que seguía en el árbol del parque acurrucado y encima ya era de noche. ¡Madre mía! Ahora sí que sí. Ahora seria imposible volver a casa, al menos a esas horas. No se atrevió a salir ni del árbol. Intuía que fuera de él haría más frío que dentro. Pronto comenzó a escuchar los ruidos propios de la noche de los bosques; un búho, bichitos moviéndose entre las hojas caída, los crujidos de los viejos árboles, entre los que crujía también el árbol donde se escondía él. Los dientes le castañeteaban en concordancia con el resto de los ruidos, casi haciendo música, donde los instrumentos eran los diferentes animales, troncos crujientes y sus propios dientes.
Manolín cerró los ojos para ver si así el sueño que había tenido se convertía en realidad. Pero no. Cada vez que abría los ojos se encontraba de nuevo en el árbol. Dichoso árbol. En qué mala hora se metió en él. Quien le mandaba acurrucarse. ¡Y dormirse! ¡Menuda ocurrencia! Estaba enfadado, y pensó que eso era bueno, entraría en calor. Igual hasta dejaba de tiritar.
Según se reprimía más y más notaba que un hilo de calor se le subía por la espalda. Viendo que estaba resultando empezó a reñirse en voz alta a medida que el calor se le esparcía por todo el cuerpo.
- Ya te vale, tonto mas que tonto. Y todo por un gorro rojo, quién te mandaba a ti. Y verás cuando llegues a casa, mamá te reñirá y te castigará por toda la vida sin ver televisión, ni jugar con los amigos, ni cumpleaños, ni fiestas, ni salir al parque...
- ¡Eso si que no!
- ¡¡AAAAAH!! – Manolín se dio la vuelta asustado.- ¿Quién ha dicho eso?- Se giró a un lado y al otro pero no vio nada, ni a nadie. Guardó silencio, y sólo escuchó un tenue sonido similar al de la respiración de un animalito, justo detrás de él.- ¿Quien está ahí?
Pero no obtuvo respuesta. Empezaba a pensar que había sido fruto de su imaginación. Su miedo, su respiración acelerada, sí, seguro que fue eso.
- Ya incluso sueño despierto. Seré tonto. Pues no escucho tonterías ya. Anda, anda sigue riñéndote que así el calor éste no se marchará. ¡Que buena idea ha sido esto de enfadarme!- se daba ánimos para no tener miedo.- No si a veces soy un genio.
- ¡Que te crees tú eso!
- ¿Quién ha sido?- Torció el cuello tanto como pudo de lado al otro medio fuera del árbol, pero no encontró a nadie. Escuchaba una respiración fuerte muy cerca de su oreja, tardó en darse cuenta que era su propio aliento. Estaba asustado. Ahora estaba seguro de que había escuchado a alguien hablar, y que no había sido su imaginación. Seguro. Su corazón se le salía del pecho, pero pudo oír perfectamente como algo correteaba alrededor de su árbol. Se metió para adentro sin atreverse a mirar.
Podía ser una criatura de los bosques. Manolín los conocía bien por los cuentos que su abuelo le contaba, siempre eran de magos, brujos, hadas, seres extraños y siempre había un bosque en esos cuentos, un bosque encantado y con ruidos como aquellos.
El calor continuaba a su alrededor, cada vez más intenso debido seguramente al miedo que recorría su cuerpo. Escuchaba muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor sin dejar de prestar atención a la entrada de su árbol. De repente se plantó delante de él la cara de una personita pequeña con la nariz redonda como un tomate dándole un susto de muerte. ¡Era su amigo! El miedo dejó paso a la alegría de verle.
- ¿Qué tal amigo?- el trasgu como era pequeño se metió sin dificultad en el hueco que quedaba libre junto a Manolín.- ¿Me has echado de menos?
- ¡Por supuesto! ¿Dónde te habías metido? Te he estado buscando, desde hace, no sé, un mes creo. O dos. ¿Dónde estabas? Te he guardado el calorín todos los días, esperando a que vinieras a buscarlo. ¿Porqué no has venido?
- Pensé que sería mejor así, ya que somos amigos no quería dejarte sin el calorín de tu cama. Aunque supongo que te vino bien que te vino bien que guardara el que ya te había quitado ¿no? Ahora te sirvió para no pasar frío.
- ¿En serio? ¿Has sido tú el que me puso calor en la espalda? Pensé que había sido mi propio enfado. Gracias amigo. Oye, ¿y tú sabrías llevarme a mi casa? Es muy de noche y mi madre seguro que me está buscando.
- Pues claro, vámonos. Oye Manolín, ¿Estás bien?
- Sí gracias. Por cierto, ¿cómo te llamas? No me has dicho nunca tu nombre.
- Bueno, mi nombre es muy complicado para un niño de tu edad. No sé si sabrías decirlo todo de golpe.
- Al menos lo intentaré.
- Bien: Txotxutxo Txintatxón Tirititón.
- A ver.- Manolín estaba dispuesto a conseguirlo.- Txotuto Tutitxo... No puedo, es complicado. A ver; Txotxutxo Sintachón titititón. ¡Lo dije bien!
- ¿Cómo que bien? Yo no tengo tachontes.- Estaba realmente enfadado.
- Bueno perdona. ¿De veras dije eso?- Tímidamente comenzó a reirse.- jaja, ja, jaja.
- Je, je- También Tirititón se rió.- Jua, jeje, jua, jua juu ju jua jeji jojojo juji jai jeje jeee.
Se rieron durante todo el camino hasta la casa de Manolín. Al entrar Tirititón se escondió rápidamente en la habitación de su amigo. Pero él se quedó en la salita donde la madre le esperaba rodeada de toda la familia y todos llorando. Al verlo entrar lo que hizo su madre fue abrazarlo, besarlo, reñirlo y castigarlo. Todo por ese orden. A Manolín no le dio tiempo ni a hablar. Se fue a su habitación, seguro de no poder salir en un mes, ni tele ni nada. Pero no estaba triste. Tenía un nuevo amigo, y bueno. ¡Hasta sabía llevarle a casa cada vez que se perdía! Era un amigo genial.
Aquella noche la pasaron hablando y riendo, contándose aventuras que habían pasado, y otras que querían pasar. Hasta que se quedaron dormidos.
Por la mañana al despertarse Manolín, vio que Tirititón no estaba. Miró por la ventana, a un lado y al oro. Pero no lo vio. Y en vez de tristeza lo que sintió fue alegría, porque sabía que su amigo estaba ahí, aunque en ese preciso instante no pudiera verlo. Y seguro que no lo vería en unos cuantos días debido al castigo que su mamá le había puesto.
No importaba. El tiempo no importaba, lo realmente importante era que él tenía un amigo.
Escuchó los pasos de su madre por el pasillo y su voz llamándole.
- ¡Manolín a desayunar!
- ¡Voy!- Echó un último vistazo a la ventana. Se dio media vuelta y se fue a tomar su vaso de leche caliente, sus tostadas con mantequilla y mermelada, y lo que más le gustaba: las galletas de chocolate.
==0==
EL PASÍS DE LOS PUZLES.
Mi abuelo me contó esta historia. A él se la contó un chino. Y ahora yo, os la voy a contar a vosotros.
La historia es ésta:
Mas allá del mar que se ve desde lo alto del Montgó, hay un fantástico país que se llama El País de los Puzles.
En éste país la gente vivía en casas de puzles, camas de puzles, calles de puzles, todo estaba hecho con puzles.
Todos estaban muy contentos de vivir en éste país. Menos un brujo, que vivía en una montaña, solo, y siempre enfadado. Harto de ver que la gente era más feliz que él decidió hacer un hechizo:
- ¡ABRA CADABRA PATA DE CABRA!
¡¡¡ PATAPÚM!!! Todo quedó roto por el brujo.
¡Ala, y ahora qué! La gente estaba triste, no sabían que hacer. ¿Cómo podrían solucionar este desastre? ¿Quién volvería a montar los puzles?
El más anciano del lugar, que era el que más sabía por ser el más anciano, le dijo al chino Chin-Fun que tenía que coger una bolsa, meter en ella todos los puzles. Y recorrer el mundo entero para encontrar unos niños que pudieran montarlos de nuevo, ya que sólo los niños tienen manos especiales de montar puzles.
Así pues el chino Chin-Fun cogió la bolsa y se dispuso a recorrer todas las ciudades y lugares en busca de esos niños.
Viajó muchos años, y visitó muchos países, y viajó mas años, y mas países y mas años...
Llegó un momento en que Chin-Fun era ya muy ancianito, y no había encontrado en todos sus viajes a los niños que buscaba. Un día comiendo en una casa conoció a mi abuelo, que entonces ara joven y guapetón. Y le contó la historia del país de los puzles rotos. Chin-Fun le dijo que se sentía cansado de viajar, que era ya mayor y lo que quería era encontrar a alguien que continuara con el viaje buscando a los niños, y así poder descansar. Llevaba 50 años viajando.
Mi abuelo no se lo pensó dos veces, le dijo a Chin-Fun que no se preocupara más, él continuaría y encontraría a los niños.
Se montó la bolsa a la espalda, y se marchó. Viajó también muchos años, y por muchos países. Decidió volver a España a ver a la familia. Vino a Denia. Y ya que estaba entró en un colegio. Probó en una clase, y en otra y por fin encontró a unos niños que montaron los puzles en un PIS-PAS.
¡Que bien! Mi abuelo les dio las gracias a los niños, mandó un mensaje al país de los Puzles rotos para que supieran que ya estaban arreglados. Y se fue para allá en el primer barco que salió mas contento que unas pascuas.
Cuando llegó allí todo el país le recibió con besos y abrazos. Todos les daban las gracias por haberles ayudado. Mi abuelo ayudó a aquellas personas que aunque no las conocía de nada, ni ellas a él tampoco, le necesitaron para recuperar sus cosas, sus casas, sus camas... todo. Todo estaba de nuevo en su sitio, y la gente estaba contenta.
Tan contentos estaban que hicieron una fiesta que duró tres días y tres noches. Y después estuvieron también durmiendo tres días y tres noches...
Y PIJAMA PIJAMERO, A DORMIR ME QUEDO.
La historia es ésta:
Mas allá del mar que se ve desde lo alto del Montgó, hay un fantástico país que se llama El País de los Puzles.
En éste país la gente vivía en casas de puzles, camas de puzles, calles de puzles, todo estaba hecho con puzles.
Todos estaban muy contentos de vivir en éste país. Menos un brujo, que vivía en una montaña, solo, y siempre enfadado. Harto de ver que la gente era más feliz que él decidió hacer un hechizo:
- ¡ABRA CADABRA PATA DE CABRA!
¡¡¡ PATAPÚM!!! Todo quedó roto por el brujo.
¡Ala, y ahora qué! La gente estaba triste, no sabían que hacer. ¿Cómo podrían solucionar este desastre? ¿Quién volvería a montar los puzles?
El más anciano del lugar, que era el que más sabía por ser el más anciano, le dijo al chino Chin-Fun que tenía que coger una bolsa, meter en ella todos los puzles. Y recorrer el mundo entero para encontrar unos niños que pudieran montarlos de nuevo, ya que sólo los niños tienen manos especiales de montar puzles.
Así pues el chino Chin-Fun cogió la bolsa y se dispuso a recorrer todas las ciudades y lugares en busca de esos niños.
Viajó muchos años, y visitó muchos países, y viajó mas años, y mas países y mas años...
Llegó un momento en que Chin-Fun era ya muy ancianito, y no había encontrado en todos sus viajes a los niños que buscaba. Un día comiendo en una casa conoció a mi abuelo, que entonces ara joven y guapetón. Y le contó la historia del país de los puzles rotos. Chin-Fun le dijo que se sentía cansado de viajar, que era ya mayor y lo que quería era encontrar a alguien que continuara con el viaje buscando a los niños, y así poder descansar. Llevaba 50 años viajando.
Mi abuelo no se lo pensó dos veces, le dijo a Chin-Fun que no se preocupara más, él continuaría y encontraría a los niños.
Se montó la bolsa a la espalda, y se marchó. Viajó también muchos años, y por muchos países. Decidió volver a España a ver a la familia. Vino a Denia. Y ya que estaba entró en un colegio. Probó en una clase, y en otra y por fin encontró a unos niños que montaron los puzles en un PIS-PAS.
¡Que bien! Mi abuelo les dio las gracias a los niños, mandó un mensaje al país de los Puzles rotos para que supieran que ya estaban arreglados. Y se fue para allá en el primer barco que salió mas contento que unas pascuas.
Cuando llegó allí todo el país le recibió con besos y abrazos. Todos les daban las gracias por haberles ayudado. Mi abuelo ayudó a aquellas personas que aunque no las conocía de nada, ni ellas a él tampoco, le necesitaron para recuperar sus cosas, sus casas, sus camas... todo. Todo estaba de nuevo en su sitio, y la gente estaba contenta.
Tan contentos estaban que hicieron una fiesta que duró tres días y tres noches. Y después estuvieron también durmiendo tres días y tres noches...
Y PIJAMA PIJAMERO, A DORMIR ME QUEDO.
EN EL CLARO DEL BOSQUE
Contaban los viejos del lugar que cada 103 años se reunían en este claro del bosque unos niños.
Venían de todas partes del país, incluso del mundo entero. Niños que no se conocían de nada, que nunca antes se habían visto. Niños de todas las edades. Y cada niño traía en la mano una extraña cosa, plana, de colores y formas irregulares.
A medida que iban llegando, se iban presentando y entablando conversación. Se contaban de dónde procedían, lo que estudiaban, lo que leían, la música que escuchaban, lo que les gustaba y lo que no. Se enseñaban las cosas que traían en las manos. Y pronto se dieron cuenta de que algunas parecían la continuación de otras. Sí, encajaban a la perfección. Las fueron juntando una a una, viendo que todas tenían un lugar, mientras hablaban y reían.
Excepto un grupo de dos niños y tres niñas que estaban un poco aparte del grupo grande y no conseguían encontrar las piezas que encajaban con las suyas. Estaban algo tristes de ver como todos parecían pasarlo bien al encontrar su pieza contigua y ellos no. Se sentaron en un viejo y roto tronco hueco que había en el claro.
El viento comenzó a soplar alrededor de ellos, y algo pasó por delante de sus narices, tan rápido que no pudieron verlo bien. Volaba en círculos sobre el sitio en el que estaban. Se levantaron para seguir aquello con la mirada.
¡FUU! ¡FUU! Hasta que se paró delante de ellos. Era una especie de nube con ojos y cara de viejo con barba. Aquello les asustó. Y aún más cuando les habló. Pero del propio susto no se podían mover.
- ¿Quién o qué eres?- acertó un niño a preguntar.
- ¿No sabes quien soy?
- No.
- Soy el Ñuberu. Soy el guardián de las nubes, la lluvia y el viento. Soy quien las mueve, las carga de agua y las descarga también. Quien hace las tormentas y las calma. Quien mueve los molinos y el velero. Yo soy el Ñuberu. Decidme, ¿de verdad pensáis que vuestras piezas son las únicas que no tienen compañera? Pues sabed que no es así. Yo os ayudaré a encontrar la vuestra.
- Yo también os ayudaré.-
Los niños se dieron la vuelta rápidamente al oír aquella voz de mujer tan dulce y serena. Una Xana se acercaba entra las zarzas sin que ninguna le tocase, parecía como si se apartaran a su paso.
- Como os dice mi amigo el Ñuberu, todas las piezas tienen compañera, pero tenéis que acercaros a los otros niños y hablar con ellos, pues ellos son los que tienen las piezas que a vosotros os faltan. No tengáis miedo, el Ñuberu y yo iremos con vosotros.
Así lo hicieron, y casi sin darse cuenta consiguieron que todas las piezas estuvieran colocadas. Todos los niños, el Ñuberu y la Xana, incluso algunos animalitos del bosque que se acercaron a mirar, se apartaron un poco para ver lo que entre todos, juntos, habían hecho. Al alejarse vieron que el puzle era el dibujo de un árbol gigante. El más Grande del bosque.
Pero una niña se quedó mirando el dibujo, con una cara de extrañada.
- A este árbol le falta algo...
Todos se quedaron callados. Mirando el puzle. ¿Qué podría ser lo que le faltaba? Entonces una ardilla corrió al bosque, se metió detrás de un sauce enorme y vino de nuevo con la boca y las manos llenas de bellotas recién rescatadas de un hoyo. Todos los niños miraban a la ardilla. Esparció las bellotas por la base del árbol. La niña pequeña cogió unas setas que tenía cerca y las colocó también en el árbol. Otro niño cogió hojas secas del suelo, otro ramitas, todos se pusieron a buscar cosas propias de aquél bosque, para dárselas al árbol gigante. El Ñuberu y la Xana alcanzaban los frutos y hojas de las copas de los árboles más altos.
Por fin el árbol estaba terminado. Ahora sí, formaba parte del bosque. Y el bosque parte de los niños. Se dieron las manos en un gran círculo y cantaron y bailaron hasta que se hizo de noche. Todos se quedaron dormidos sobre el puzle, que hizo de colchón para ellos.
A la mañana siguiente al despertar, cada niño y cada niña estaban en su casa, durmiendo en su cama y con su pieza del puzle como almohada. Nunca mas volvieron al claro del bosque, eso pasaría 103 años después.
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